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Guanipa Endenantico


                  Así escribía el autor de estas líneas, en esa etapa de la
            vida que va de los 20 a los 30 años, con la universidad ya como

            presente y el liceo como savia, impulso y llama. Todavía la
            nostalgia no franqueaba nuestras puertas espirituales. Las nos-
            talgias, bien nos lo decía en una charla vespertina el novelista
            y amigo Salvador Garmendia, es una agridulce enfermedad

            que no afecta a los jóvenes. En un poemario que titulamos Los
            caminos borrados le cantamos a la Mesa de Guanipa, tierra de
            horizontes circuidos de horizontes. El título nos lo apropia-
            mos del poema de Roberto Juarroz, donde nos advierte: “Y

            solo reconozco mi canción y mi sombra/ en el arte secreto de
            los caminos borrados”.

                  Allí, en la Mesa de Guanipa, vimos levantarse el edificio

            del Liceo Briceño Méndez; en su momento, una mole para la
            ciudad de El Tigre, pero sobre todo, una conquista del pueblo
            que luchó, al lado de estudiantes, profesores, trabajadores y
            empleados, para que esa infraestructura fuese una realidad.


                  La ciudad ha ido abrazando su liceo, rodeándolo, me-
            tiéndolo en su seno. Antes, era el final de una avenida. O de
            dos. Era la referencia de la salida de El Tigre; la última imagen

            del viajero que partía rumbo al norte, a ciudades y pueblos
            de salitre y mar. Lo construyeron allí para que todo aquel que
            se graduara, al irse para la universidad, le echara una última
            mirada. O para no darle ningún chance al olvido. O para que,

            lejos del centro de la ciudad, las protestas estudiantiles que-
            daran en la periferia. O si lo vemos sin segundas intenciones,



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