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devastados. Y ya el jueves, no nos sentimos dueños de nada
ni devastados, sino perdidos en un examen de matemáticas o
en un verso que no atinamos a precisar si es de Santa Teresa
de Jesús o de Sor de Juana Inés de la Cruz. O de ninguna de
las dos.
Pero además de ese liceo que cambia de un día para otro
–nunca un lunes es igual a un jueves, mucho menos a un vier-
nes–, de ese liceo que se transforma de un año a otro, también
se van dando mutaciones y metamorfosis que desbordan al li-
ceo mismo, su espacio físico y su ubicación geográfica. Cuando
tomo un libro del poeta Ramón Ordaz, mi compañero de 4.º
año junto con esa sana maldad juvenil que era Simón Farcheg,
y leo en su contratapa: “El autor estudió en el liceo Briceño
Méndez de El Tigre”, por Dios que el liceo se me agiganta.
Igual cuando oigo la voz de Gualberto Ibarreto, lo recuerdo
con su violín por los pasillos del liceo. Siento también la fuerza
política y transformadora del Briceño Méndez cuando uno
de sus hijos, de sus egresados, conduce como gobernador los
destinos del estado Anzoátegui. Hace poco me decía un alto
oficial de nuestra Fuerza Armada, henchido de orgullo: “La
enseñanza en el Briceño Méndez era de primera; en los años
60, quienes presentamos el examen de admisión para ingresar
a la Academia Militar, todos los del liceo fuimos admitidos”.
El Liceo Briceño Méndez, pues, desborda sus límites
físicos, sus muros y alambradas. Se hace sentir en sus egresados
en todas las universidades del país; en las escuelas militares;
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