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Earle Herrera














            MI COMPINCHE ANA DEL ROSARIO


            Tener a tu propia mamá de compañera de estudios resulta

            embarazoso. Si la maestra te pregunta algo y no lo sabes, aun-
            que no la veas, intuyes que ella, la autora de tus días, te está
            mirando, ignoras si con severidad, comprensión o pena. Eso
            te hace sentir culpable, por el solo hecho de someterla a se-
            mejante situación. Y lo peor es si la maestra te dice: “¿No te

            da pena con tu mamá?” O: “Aprende de tu mamá”. Como sea,
            es un rollo. También lo es si la interrogada es tu madre. Si no
            sabe la pregunta, te da lástima y, si los demás se ríen, te da

            rabia o coraje. Observar a tu mamá buscando en el aire una
            respuesta que nunca va a llegar, te hace pensar: “Qué brutita
            eres, mamita”. O: “Ahora sé a quién salí”.


                  La situación no era exactamente así, puesto que la maes-
            tra de mi mamá no era mi maestra, aunque estudiamos juntos
            toda la primaria. Me explico: yo estudié dos veces la prima-
            ria. En la mañana cursaba regularmente con los niños de mi
            edad y, por la noche, mi mamá me llevaba de acompañante

            suyo porque ella se inscribió en la escuela para adultos. Mi
            madre venía de Mereycito, entonces un recóndito poblado
            de campesinos del estado Bolívar, donde aprendió a leer y a


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