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Earle Herrera
Manuel Caballero, el novelista y ensayista Luis Britto García,
el dramaturgo José Ignacio Cabrujas y el también hombre de
teatro Ibsen Martínez. En ese roster de cuartos bates, como
quien rescata a un personaje de Oficina Nº 1, a un hijo de la
Mesa de Guanipa, nos incluyó el manager Miguel Otero Silva.
Desde entonces y desde antes, todo ha sido escribir y
escribir. Uno persigue las letras y las letras lo persiguen a uno.
La renovación académica de finales de los 60 y principio de
los 70, un movimiento estudiantil que estremeció las viejas es-
tructuras de la Universidad Central de Venezuela, nos recibió
con centenares de periodiquitos subterráneos, clandestinos,
murales y efímeros. La poesía reinaba en los pasillos y estaba
en las calles, como querían los surrealistas del temprano siglo
XX. Eran tiempos de confrontación, de debates ideológicos,
de deslinde y cuestionamientos.
El siglo XX fue una centuria de persecución de la palabra,
el arte y el periodismo. El humor se hizo arma de combate y se
inventó todas las fórmulas para burlar la censura, no siempre
con fortuna. Job Pim, Leoncio Martínez y Kotepa Delgado, entre
tantos otros maestros del periodismo, conocieron y padecieron
la represión de la dictadura de Gómez. Al gran Leo lo apalea-
ron una noche varios jóvenes falangistas que luego fundarían
el partido socialcristiano Copei. Algunas publicaciones, en su
nombre y en su lema, ya sospechaban y anunciaban su destino.
Al periódico El Fósforo le pusieron ese nombre porque, como
decía su lema, “en cualquier momento lo raspan”.
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