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Como educación de una casta que tenía del trabajo manual un con-
cepto despectivo, formó una clase intelectual parasitaria que vivía
a expensas de los que en las haciendas o en las minas trabajaban
para ellos. Así como el gobernador Berkely, de Virginia, en el año
de 1670 consideraba dañoso que hubiera escuelas públicas, porque
fomentaban la desobediencia, la herejía y las sectas, así también los
cabildos coloniales prohibían el acceso de los pardos a las escuelas,
porque “hormiguearán las clases de estudiantes mulatos y preten-
derán entrar en el seminario”.
Después de la Independencia, los regímenes antidemocráticos
que han padecido los pueblos del continente continuaron, por cál-
culo o por comodidad, el sistema educativo heredado. Sin embar-
go, la revolución liberal, promediado ya el siglo XIX, triunfante en
todos los países de América Latina, estableció la libertad de ense-
ñanza y la educación gratuita y obligatoria, aun antes de que fuera
realizada en Europa. Pero la obligatoriedad y la gratuidad han sido
promesas incumplidas estampadas en la ley, según afirma el profe-
sor José Ramón Luna. Por ello, a pesar de los esfuerzos realizados
en las últimas décadas y especialmente a partir de 1957, gracias a
o
los estímulos creados por el Proyecto Principal N 1 de la UNESCO,
para América Latina, el límite de educación de nuestros ciudadanos
es de 2,2 años, mientras es de 9 años en Estados Unidos, de 7,2 años
en Japón y de 4,5 años en Puerto Rico, a pesar de su vasallaje colo-
nial. El analfabetismo alcanza a más del 30 por ciento de la pobla-
ción adulta y sólo terminan educación primaria menos del 30 por
ciento de los niños que la inician, debido al crecido índice de deser-
ción escolar, a la deficiencia de la organización, que no provee
medios educativos y asistenciales para atender al número de alum-
nos que viven en el campo, que son más de la mitad de la población
escolar total. Los niños sin escuela requieren medio millón de
maestros y los que reciben educación están servidos en un 40 por
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