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Los mil y un marxismos


           pérf do de la doctrina marxista”, una especie de deleznable prejuicio hegeliano.
           Kautsky también desarrolló una lectura anti-dialéctica del marxismo. Juan B.
           Justo, fundador del Partido Socialista Argentino (PSA) y traductor (en sentido
           estrictamente literal) de El Capital al castellano, solía decir que Marx y Engels
           habían sido grandes “a pesar de la dialéctica”. Este tipo de marxismo constituyó
           un extravío, puesto que propuso una claudicación del pensamiento y asumió
           como punto de partida la renuncia a penetrar la realidad.
              Según la clásica def nición de Lenin en su Marx, el marxismo es continua-
           ción y consumación “de las tres grandes corrientes espirituales del siglo xix,
           que tuvieron por cuna a los tres países más avanzados de la humanidad: la
           f losofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés
           unido a las ideas revolucionarias francesas en general”. Es por demás valiosa la
           ubicación del marxismo como producto histórico situado y la identif cación
           de sus aptitudes para sintetizar las tradiciones de pensamiento más avanzadas
           de su tiempo y para deducir de esa síntesis (cuya proyección promueve) conse-
           cuencias emancipatorias. Por supuesto, nosotros y nosotras debemos relativizar
           la caracterización de Alemania, Inglaterra y Francia como países avanzados.
              Plejanov, enfatizando una perspectiva metodológica, decía que el marxismo
           aportaba una solución “algebraica” y no “aritmética”: “no la explicación de las
           causas de los diferentes fenómenos, sino la del modo como hay que proceder
           para descubrirlas”. Un método justo.
              Labriola  estimaba  conveniente  def nir  al  marxismo  como  “comunismo
           crítico”  y  no  como  socialismo  científ co.  Benedetto  Croce  prefería  delimi-
           tarlo como un canon de interpretación histórica “extraordinariamente suges-
           tivo”. Charles Wrigth Mills consideraba que era imposible alcanzar la talla de
           un “científ co social” sin adentrarse en el marxismo y, convencido de que el
           marxismo tenía la última palabra, también habló de un marxismo “creativo”.
           Ernst Bloch identif có una corriente cálida del Marxismo.
              Mariátegui propuso una traducción fecunda del marxismo a la realidad de
           Nuestra América: un “marxismo mestizo”. El Amauta hizo del marxismo lati-
           noamericano una “denominación de origen”, un producto singular que reivin-
           dica una particular herencia cultural. Años más tarde, la Revolución Cubana,
           Fidel Castro y el Che, se encargaron de ratif car las garantías de ese producto.
           En las últimas décadas la Revolución Bolivariana, con sus claroscuros, se ha
           erigido en baluarte de esta tradición, y el chavismo plebeyo y comunero ha
           realizado aportes sustanciales. Ha generado un proceso de fermentación donde
           el marxismo y la trilogía compuesta por Simón Bolívar, Simón Rodríguez y
           Ezequiel Zamora se intercalan en la función de enzimas.
              En una línea emparentada con Mariátegui, pero a la vez diferenciada de
           él, otros y otras pref rieron hablar de un “marxismo indianizado” (Fausto
           Reinaga, por ejemplo).

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