Page 66 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
la noche, como debe ser: un Juan que estaba parado en
cualquier esquina silbando distraídamente. Un Pedro que
después de la diaria jornada se metía en un billar a jugar unas
partiditas. Un Julio que a las ocho de la noche iba a buscar
a su novia para llevarla al cine. Un José que a las siete de la
mañana se cepillaba los dientes para marcharse al trabajo.
Una persona absolutamente normal. Un tipo cuerdo, como
uno de los tantos que a diario te tropiezas entrando en o
saliendo de las agencias de empleo o de lotería.
Esa normalidad duró —por lo menos así me parece
ahora— lo que dura subir un telón. De repente comenzaron
a ocurrirme cosas por las noches sin explicación alguna.
Llevaba justamente tres años sin leer ningún tipo de libro
y sin preocuparme por los amarillismos periodísticos, ni
siquiera por las informaciones más insulsas. No leía nada de
nada y eso me aseguraba mi tranquilidad, una tranquilidad
a la que todo el mundo tiene justo derecho y que yo estaba
dispuesto a mantener así me convirtiera en un perfecto
ignorante, desinformado hasta lo inaudito. ¿De qué vale
la más vasta erudición si se vive en la más vasta (y basta)
intranquilidad?, me justificaba yo mismo cada día. Por eso
me extrañó que a pesar de cumplir religiosamente con mi
1
rígida dieta antilectura de repente, una noche lluviosa, me
encontrara estrangulando a una viejita de ochenta y cinco
años y tres días en una alcoba estilo colonial y olorosa a
valeriana y otoños.
Al día siguiente de esa desagradable experiencia
criminal, empecé a buscarle una explicación aceptable
al asunto ¿Me habría detenido al descuido frente algún
1 Mis familiares me dieron por muerto porque ni leía ni respondía
sus cartas, hasta que un sublime día decidieron no escribirme más.
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