Page 121 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega


              Después que se marcharon los fumigadores empezaron a
              morirse los ratones y las cucarachas y los algarrobos y los
              tuqueques y los chipos y él hizo una gran colección de
              animales muertos. Le pareció que de repente el mundo de
              los animales le pertenecía. Asistió a la súbita mortandad
              con asombro y deleite. Por primera vez tenía algo suyo.
              Todos aquellos bichos muertos que iba encontrando a su
              paso le pertenecían. Y también por primera vez pudo jugar
              a los carritos arrastrando el cuerpo de un ratón muerto al
              que le ató una cabuya del rabo. Algunos días después los
              ratones se pudrieron y su madre le botó las cucarachas
              y las hormigas rojas se comieron a los tuqueques y
              algarrobos pero ese día de fumigación y juguetes propios
              no lo olvidaría nunca Cerote.
                  El primer sábado del enero lluvioso, Cerote regresaba
              con  una  bolsa  de  vituallas  del  mercado  viejo  cuando
              escuchó los gritos del curandero y amansador de culebras,
              el Indio Conopoima, viejo errante de todos los caminos
              que de temporada en temporada pasaba por el pueblo
              vendiendo ungüentos, raíces y pomadas, buenos para curar
              todas las enfermedades y males que en el mundo existen.
              Cerote lo escuchó y atraído por sus maravillosos anuncios
              y promesas milagrosas se acercó a la asombrada rueda de
              curiosos que lo oía en crédulo silencio. Indio Conopoima
              hablaba de las fiebres caseras, de los tumores del pasmo,
              de la tos lunática, del reumatismo longevo, de la artritis
              irrestricta, de la hinchazón vientral, de las secas sobaqueras,
              de los maldeojos violentos y de todas las enfermedades
              que con otros nombres azotaban a hombres, animales
              y plantas. Admirado, Cerote lo estuvo escuchando, las
              vituallas debajo el brazo, hasta que lo vio vender el último
              frasco de manteca de delfín y la última botella de ron de

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