Page 120 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
salir volando como un papagayo y perderse entre las nubes,
cerca del sol, por encendidos cielos; lo creía de verdad y por
eso se ocultaba. Aunque unos más, otros menos, todos se
parecían al pueblo, la suya era la estampa más fiel al triste
cuadro de las casas viejas, de las calles solas cubiertas de
tierra amarilla, de las bodeguitas insurtidas atendidas por
viejitos cansados e irreales: él cuadraba armónicamente en
ese cuadro de abandono y polvo, de perenne pobreza y
de flacos perros que aullaban igual al sol y a la luna. De
noches silenciosas. De fiebres y sarampión. Pasaba Cerote
por esas calles con la suavidad de las hojas al viento,
temblando como las transparentes alas de los caballitos
del diablo, triste, lento, imperceptible, sin aliento caso.
Pasaba con el miedo de que viniera un viento fuerte y se lo
llevara volando por misteriosos cielos como un papagayo.
Pasaba. Temblaba.
Su memoria no le daba más que para recordar,
borrosamente, los acontecimientos del día anterior; luego,
a los dos días, los olvidaba definitivamente. Tampoco
tenía fuerza para pensar en el mañana, vivía detenido en
el presente. Sólo cumplía a cabalidad una actividad y eso
cuando dormía: soñar. Sí, ya dormido, entraba a habitar
mundos maravillosos, felices, de los que no le quedaba el
más tenue recuerdo al día siguiente.
De agosto, sólo un día quedó indeleble en su
memoria; fue para Cerote un día grandioso, en el que
vio el espectáculo más formidable de su vida; fue aquel
lunes en el que todo el pueblo fue fumigado con DDT.
Desde su casa vio a los hombres con cascos anaranjados
y máscaras extraterrestres desplazarse por todas las
calles, él siguiéndolos de cerca, mientras regaban todo
con un líquido blanquecino que salía como polvo.
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