Page 100 - Sábado que nunca llega
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earle herrera


            su euforia de mariscal victorioso, que era observado por
            muchos ojos desconcertados. Los muñecos extranjeros eran
            desparramados por todas partes, más allá de las fronteras
            de Italia. La defensa era cerrada, sin tregua. «La guerra es la
            guerra, carajo», le gritaba Pietro a los maltrechos muñecos
            invasores.
                «Está loco e bola», murmuró alguien. Inmediatamente
            Pietro se volvió y descubrió al gentío. Se arrepintió de haber
            descuidado la retaguardia. Lo habían invadido por el sur,
            pero un orgulloso descendiente de aquel célebre guerrero
            que atravesó los Alpes no se daba por vencido así no más.
            Al grito de traidores, cargó contra los invasores —ahora
            sí de carne y hueso— pero una descarga cerrada lo lanzó
            más allá de donde yacían derrotados los inermes muñecos
            extranjeros, casi contra la enorme puerta de hierro que
            más nunca sería cerrada a las ocho y media en punto de
            la noche. En el acto, un cuchillo de plata le atravesó el
            pecho,  buscando  ensartar  poderes  ocultos  en  malignos
            tumores  imaginarios.  Dando  uno, dos, tres  traspiés,  los
            ojos sorprendidos, una sonrisa de dolor e incomprensión
            en la boca, regresó a su trinchera y carente de fuerza, se
            dobló sobre el gran mapa con forma de bota. Un río de
            sangre recorrió toda Italia, desbordó sus fronteras y pagó
            su tributo a la tierra extranjera.
















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