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Luis Alberto Crespo
                  No nos sorprendamos. Hasta hace poco Amazonas era cuanto
               menos un territorio que llegaba hasta Puerto Ayacucho y cuando
               más hasta los raudales de Atures y Maipures. Maroa, a las orillas
               del Guainía, queda mucho más lejos que ninguna parte: si la nom-
               bráramos, nadie se atrevería a llamarlo Venezuela. Y fue allí, pre-
               cisamente allí, en esa aldea antigua del siglo XVII, adonde llegaran
               Spruce y los naturalistas humboltianos, paso y refugio de viajeros
               dignos e indignos, de adoradores de flores e insectos y predado-
               res del caucho y el balatá, sendero y tumba de Michelena y Rojas,
               el “Viajero universal”, donde naciera Marcelino Bueno en 1835,
               periodista, memorialista y poeta, luchador social, lector de Pli-
               nio, de Homero, de los Enciclopedistas, de Víctor Hugo y de Mon-
               taigne; autodidacta, pero de cuidada prosa, solitario en medio de
               la selva y otros confidentes como el relámpago, el trueno y la voz
               de la poblada pajarería que alborota desde la madrugada el istmo
             [ 230 ] de Pimichín, abrazó su correspondido amor por la cultura en esos
               tiempos de degollinas y derrumbes políticos y logró hacer oír su
               escritura en hojas manuscritas donde informaba a no sé quién en
               esas soledades geográficas y sociales sobre los padecimientos de su
               poblado y de su desmesurada región. A puño y letra redactaba su
               hoja informativa El Río Negro y suscribía artículos y clamores en
               los periódicos de Ciudad Bolívar sobre la lastimada Amazonas y
               la pobreza social y cultural de su remota, remotísima aldea. Escri-
               bía para que alguien lo oyera entre los dueños de los gobiernos de
               entonces. Alguna vez le dirigió una nota a Guzmán Blanco pidién-
               dole que le enviara una imprenta a Maroa. Estuvo esperándola
               hasta tarde, hasta 1884. Cuando al fin la trajeron a lomo de bestia
               por los andurriales de la selva donde ruge el tigre negro y muerde
               la araña mona o por las aguas nocturnas del Guainía, el conten-
               tamiento debió ser mucho y bastante como las lluvias selváticas;
               sólo que pronto derivó en descampado desconsuelo: la maquina-
               ria llegó inservible, embrollada basura de hierro y aceite.
                  El irrefrenable maroeño no se dio  por vencido: prosiguió
               difundiendo su manuscrito y otras publicaciones como El deber,






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