Page 227 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo

               mostrarme otra obra suya: una silla de arrestos antiguos, semejante
               a aquellas que usan los ordeñadores en España, los ovejeros de la
               Mancha, quién sabe. “Él es, también, carpintero”, me dijo il migglior
               fabro de la poesía latinoamericana. Poeta y carpintero, quiso
               decirme y con la misma fruición con que había leído días atrás sus
               poemas, miraba y tocaba la madera transfigurada.
                  Esa inteligencia de la palabra con el boscaje, con el humo de las
               nubes y de la mano con la madera y sus apariencias me avisaban de
               los dones —y de la conducta— que servían de bagaje informativo
               para biografiar la vida de Antonio Trujillo e imaginármelo como un
               ser sencillo —todo poeta, y por ende todo artesano lo es—, atento
               a las estaciones del agua y de la sed, caminante de senderos, con-
               templador de riachuelos, siembras, floraciones y formas del viento,
               oloroso a cedro, con alma de pardillo y carne de cartán, las manos
               fuertes de empuñar la garlopa y el escoplo.
                  Entretanto, el destino demoraba nuestro encuentro físico. Pasó la
             [ 226 ]  muerte de Orlando Araujo entre nosotros, el “amigo mío” en la con-
               versación literaria atizada de licor y de aquella sonrisa que igual se
               trocaba en ternura como en iracundia cuando bordeaba los abismos
               de la pasión que un día terminaría por precipitarlo en la nostalgia
               donde ahora —y para siempre— perdura.
                  Orlando me había prometido la amistad que hoy me une a Anto-
               nio Trujillo. “Busca a Crespo”, le encomendó. Y no lo hizo. Sería
               la vida la que daría con nosotros para mirarnos en Orlando Araujo,
               como lo hiciera aquella silla inventada por Juan Sánchez Peláez.
                  Y ocurrió. Y la vida nos aproximó en algún pasillo, a la vuelta de
               una esquina, en un bar, una despedida, de la que regresaría el poeta,
               cronista y carpintero con un recado de poemas y un mueble, remedo
               de aquel cuya autoría le atribuyera el inigualable orfebre de la pala-
               bra en su jardín de Altamira. Ambas creaciones se correspondían, se
               necesitaban una y otra para producir la emoción de lo bello y lo útil,
               la palabra y la cosa, unidos como materia de espíritu y de bosque.
                  Vientre de árboles quiso llamar Antonio Trujillo a estos poemas,
               reunidos en el libro editado por El Ateneo de Los Teques. Fueron






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