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Mariátegui: política revolucionaria. Contribución a la crítica socialista


              ciento treinta millones de habitantes, cuya producción y cuyo consumo
              son indispensables al comercio y a la vida del resto de Europa.
                 Más  tarde,  reemplazado Wilson  por  Harding,  los  Estados  Unidos
              abandonaron  el pacto de Versalles. La Sociedad  de  las Naciones, sin
              la intervención de los Estados Unidos, quedó reducida a las modestas
              proporciones de una liga de las potencias aliadas y de su clientela de
              pequeñas o inermes naciones europeas, asiáticas y americanas. Y, como
              la cohesión de la misma Entente se encontraba minada por una serie de
              intereses rivales, la Liga no pudo ser siquiera, dentro de sus reducidos
              confines, una alianza o una asociación solidaria y orgánica.
                 La Sociedad de las Naciones ha tenido, por todas estas razones, una
              vida anémica y raquítica. Los problemas económicos y políticos de la paz
              no han sido discutidos en su seno, sino en el de conferencias y reuniones
              especiales. La Liga ha carecido de autoridad, de capacidad y de jurisdic-
              ción para tratarlos. Los gobiernos de la Entente no le han dejado sino
              asuntos de menor cuantía y han hecho de ella algo así como un juzgado
              de paz de la justicia internacional. Algunas cuestiones trascendentes —la
              reducción de los armamentos, la reglamentación del trabajo, etc.—, han
              sido entregadas a su dictamen y a su voto. Pero la función de la Liga en
              estos campos se ha circunscrito al allegamiento de materiales de estudio
              o a la emisión de recomendaciones que, a pesar de su prudencia y ponde-
              ración, casi ningún gobierno ha ejecutado ni oído. Un organismo depen-
              diente de la Liga —la Oficina Internacional del Trabajo— ha sancionado,
              por ejemplo, ciertos derechos del trabajo, la jornada de ocho horas entre
              otros; y, a renglón seguido, el capitalismo ha emprendido, en Alemania,
              en Francia y en otras naciones, una ardorosa campaña, ostensiblemente
              favorecida  por  el  Estado,  contra  la  jornada  de  ocho  horas. Y  la  cues-
              tión  de  la  reducción  de  los  armamentos,  en  cuyo  debate  la  Sociedad
              de las Naciones no ha avanzado casi nada, fue en cambio, abordada en
              Washington, en una conferencia extraña e indiferente a su existencia.
                 Con ocasión del conflicto ítalo-greco, la Sociedad de las Naciones
              sufrió un nuevo quebranto. Mussolini se rebeló altisonantemente contra
              su autoridad. Y la Liga no pudo reprimir ni moderar este ácido gesto de la
              política marcial e imperialista del líder de los camisas negras.




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