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muertos”, dice con asco el viejo Larousse–, ni siquiera en libros.
Se prohibieron obras del marqués de Sade, Baudelaire y del
gran cantor del amor a y con cadáveres: el atormentado Isidore
Ducasse, mejor conocido como Conde de Lautréamont, autor
de ese libro genial y maldito que son los Cantos de Maldoror.
Posteriormente, también los poetas surrealistas fueron exe-
crados porque hicieron suyas las tempestades infernales de
Lautréamont, sobre todo aquel pasaje donde canta y elogia a
los “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de
hermosas mujeres recién fallecidas”.
Luego sus obras fueron reconocidas, reivindicadas y
elevadas al altar de las letras como geniales. ¡Pero cuidado!,
porque ese reconocimiento a la necrofilia fue solo en la ficción,
como materia literaria, jamás en la realidad, en eso que llaman
la vida real. Aquí en Venezuela, por los años 60, un grupo de
artistas irreverentes y contestatarios montó una exposición
en homenaje a la necrofilia, con huesos de res y pedazos de
vísceras y carne que día a día se iban descomponiendo. La
sociedad se tapó las narices, cundió el asco, pero ellos –los pro-
pugnadores de la necrofilia– no se atrevieron a llegar al coito
con los pedazos de carne fétida y descompuesta. Montaron
la exposición para que la sociedad aburguesada se mirara en
su propio espejo.
Y he aquí que en 1982, anteayer nomás, en un tran-
quilo pueblo que tiene dos nombres –El Tigrito y San José
de Guanipa–, la realidad salta de una tumba y le tuerce el
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