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Guanipa Endenantico


            la noche habían profanado la sepultura, abierto el ataúd y
            penetrado en él, sin molestarse en sacarlo a la superficie. Allí

            estaba el cadáver con su vestido roto, despedazado y allí ella,
            en una como espeluznante inocencia inerte, en su otro destino,
            negro como el primero pero no común como aquel, víctima
            –porque los muertos también pueden ser víctimas– de las

            aberraciones sexuales de quién sabe quién. El o los necrófilos
            se habían saciado, ensañado. Una inscripción lúgubre que
            quería ser desgarradora, dejaron grabada:


                  “No seguiré siendo esclavo de tu amor...”.

                  De los familiares no hablo, no los nombro, me sobra
            respeto y me falta capacidad para describir ese dolor. Pero

            el pueblo entero, como era natural, se volcó al cementerio.
            Todavía no sale de su asombro, todavía habla del “caso”.
            Todavía no puede callar, menos olvidar.


                  El Tigrito es un pueblo enclavado en la Mesa de
            Guanipa, entre San Tomé y El Tigre, que creció lo que ha
            podido crecer bajo el impulso aceitoso del petróleo, con el
            martilleo de los taladros en los oídos y el horrendo ojo ciego

            de los balancines fijo en sus ojos.

                  Un pueblo tranquilo, sano y trabajador, donde el asom-
            bro es poco común porque todo sucede sin asombro, en una

            suave rutina. Aquel caso, acontecimiento, suceso, qué sé yo,
            era naturalmente superior a la capacidad de asombro del





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