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Miguel Mazzeo - Marx populi
condiciones de reconocer aquello que ha sido impuesto de manera unidirec-
cional. ¿Cómo dar cuenta de las múltiples facetas de este mundo? ¿Cómo
conocer otros mundos y otras cosmovisiones? ¿Cómo buscar en lo que ya
somos sin apelar a los discursos complejos?
No estamos haciendo ninguna apología del hermetismo ni de los meros
juegos conceptuales. Por el contrario, estamos planteando la necesidad de
desarrollar estrategias pedagógicas populares, con sus contenidos, métodos
y formatos específicos. La complejidad del discurso no debería confun-
dirse con las jergas indescifrables o con los ornamentos, sino con las posi-
bilidades de captar lo profundo de la realidad, lo oculto, lo subyacente.
Entonces, apelamos a una complejidad cuya función consiste en aportar
a la transparencia y conjurar la heteronomía de los y las de abajo. Por lo
tanto, resulta fundamental que esa complejidad sea comunicable al punto
de masificarse.
En la década de 1950, algunos dizque marxistas, ante la “complejidad”
de los textos de Marx, propusieron para los trabajadores y las trabajadoras
una formación “marxista” basada en los textos de Joseph Stalin, “mucho
más comprensibles”; o, directamente, apelaron a unos toscos manuales
donde el marxismo se presentaba en clave de una “mecánica popular”. Un
proyecto emancipador debe luchar, también, contra el horror a lo complejo
y contra la indigencia intelectual para producir un pensamiento propio de
la mayor densidad posible. Debe elaborar los instrumentos pedagógicos
más afines y, por ende, “desmanualizados”. En una carta a Conrad Schmidt
del 5 de agosto de 1890, Engels comentaba: “¡Si supieran que Marx consi-
deraba que sus mejores cosas aun no eran suficientemente buenas para los
obreros y que veía como un crimen ofrecer a los obreros algo inferior a lo
mejor que existiese!”.
Digamos, entonces, que hemos sido, somos y, muy probablemente,
seremos lectores ávidos y estudiosos tenaces de Marx y del marxismo. A pesar
de los contextos emporcados o, precisamente, por ellos. Debemos asumir que
formamos parte de una generación que adquirió sus libros marxistas en las mesas
de saldos, en tiempos en los que el marxismo estaba de remate. Cuando ya era
demasiado evidente que el fracaso del “eurocomunismo” había generado una
crisis en el marxismo que lo debilitaba desde adentro. Cuando se iniciaba una
de las peores ofensivas históricas para extirparlo del campo del conocimiento a
escala global o para integrarlo de manera subordinada y enajenada bajo la égida
del saber y el poder burgués. Cuando era moda derrumbar estatuas de Marx
y Lenin; más allá del signif cado absurdo y funesto que abriga toda condición
estatuaria. Cuando los y las intelectuales (en sentido gramsciano) se “reconver-
tían” vertiginosamente, y sus viejas funciones de dirección del mundo plebeyo
eran trituradas por los procesos del transformismo. Cuando, ya a f nes de la
década de 1990, la colombiana Shakira cantaba: “No creo en Carlos Marx”
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