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La revolución contra El Capital
no prevalecen jamás en la historia”. En contra de lo que sostenía Anatoly
Lunacharsky, las revoluciones distan mucho de ser fenómenos elementales que
suceden “muy naturalmente, como las fases de la luna”. El primer Comisario
del Pueblo para la Educación de la República Soviética lo af rmaba en su trabajo
“La ética y la estética de Chernichevski: una evaluación contemporánea”, de
1928. En verdad, tanto los sujetos como los objetos que reclama una revolu-
ción deben ser creados con materiales def cientes.
Ya aprendimos que algunos pueblos o, en una escala más modesta,
algunos colectivos humanos, realizan cada tanto lo que “no pueden” realizar.
Sin esperar las órdenes y dictados de las condiciones materiales. De eso se
trata f nalmente la política, la “gran política”, la política emancipatoria. Bien
lo sabía Lenin, quien de modo absurdo y sumamente injusto fue erigido en
un paradigma de la Realpolitik, en una especie de reductor de la verdad a la
utilidad, cuando en realidad fue capaz de hacer a un lado los lazos armónicos
y funcionales –algunos de ellos prescriptos de algún modo por El Capital–
para encabezar una revolución cuyos alcances sólo pueden ser parangonados
con los de la Revolución Francesa.
Este es un rasgo que diferenció a Lenin de otros marxistas de su tiempo
–Trotsky, Luxemburgo, son otras excepciones, claro–, más atentos a lo sintác-
tico (las relaciones entre símbolos) que a lo semántico (las relaciones entre los
símbolos y sus signif cados) y a lo pragmático (las relaciones entre los símbolos
y las personas que recurren a ellos). Y algo que muchos “marxistas-leninistas”,
sobre todo en el mundo periférico, no tuvieron en cuenta cuando optaron por
lo que coaguló, más tarde, en el modelo clásico. Lamentablemente, las Cartas
desde lejos, las Tesis de abril y El Estado y la revolución, o bien fueron juzgados
como textos de coyuntura y de validez acotada, o bien se integraron a la farma-
copea del dogmatismo incapaz de resignif car sus páginas más osadas en la
clave correspondiente a las distintas condiciones históricas. En esas páginas se
pueden hallar condensados los principios estratégicos de una “gran política”,
de una política revolucionaria, o, si se pref ere, de una política radicalmente
rupturista. Y no nos referimos precisamente a las orientaciones relacionadas
con la toma del poder estatal y con la estatización de la economía como paso
inaugural y obligado hacia una sociedad autoregulada y emancipada. En ellas
casi que podemos detectar un conjunto de teorías profanas de la redención.
Tampoco nos referimos a la dictadura del proletariado como “forma estatal”
(más que movimiento social). Nos referimos a otra cosa.
Desde el punto de vista teórico y político, hacia 1917 Lenin ya no era el
mismo de 1908. En el medio sintió el impacto de la crisis de la II Internacional,
acelerada por la Primera Guerra Mundial. También se dedicó a estudiar la Lógica
de Hegel. En 1916, en Zurich, habitó por un tiempo en cercanías del célebre
Cabaret Voltaire, cuna del dadaísmo, y tuvo conversaciones con Tristán Tzara.
En las vísperas de la Revolución de Octubre ya había superado largamente la
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