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El marxismo de El Che
modif carlos. Dado que la necesidad histórica está codeterminada por la
praxis, no debería ser concebida bajo la conf guración de un destino cien-
tíf camente corroborado. En rigor de verdad no existe ninguna “necesidad
histórica”, sino múltiples condicionamientos que tienden a la repetición de
lo que es y está. Una revolución “verdadera” constituye una interrupción de
esa repetición. Instituye una verdad nueva.
En su trazo grueso, el guevarismo expresó un espíritu de rebelión contra
toda forma de opresión y disciplinamiento, en la fábrica y fuera de la fábrica,
en el Estado y en la sociedad civil, en el centro y en la periferia; en todos lados,
incluyendo a los regímenes de “socialismo real”, como puede apreciarse en su
Discurso de Argel de 1965. (Vale recordar que ni el Che se salvó de que le endil-
garan el mote de “revisionista”).
Este es el sentido radicalmente democrático y profundamente antiautori-
tario del guevarismo. Un signif cado imposible de detectar desde las visiones
que reducen el guevarismo a una ortodoxia bélica, o desde el esquema dicotó-
mico clásico del liberalismo: dictadura-democracia. El Che, mientras ocupaba
el presente luchando por lo que consideraba justo, mientras proponía ingresar
a lo universal desde lo concreto (o descubrirlo desde lo concreto), convocaba a
decir lo imposible para toparse con lo real. Dos, tres, muchos Vietnam. Pocos
meses después de su asesinato en Bolivia, en el Mayo Francés de 1968, su
convocatoria se convirtió en consigna mundial.
El Che, antítesis exacta del burócrata, del trotapapeles obsesivo y del polí-
tico “gestor” y “representante”, sabía que un revolucionario no podía estar
al servicio de ninguna objetividad, incluyendo la que produce un “Estado
socialista”. De ahí, posiblemente, la “errancia” como opción existencial. Sabía
también que, por más valederas que fuesen, las razones pragmáticas no debían
anteponerse al orden trascendente de la ética; que era mejor alterar el principio
de realidad y dejar de lado todo principio de autoconservación a quedar desti-
tuido de sí mismo como sujeto. Como sabemos, llevó sus certezas hasta las
últimas consecuencias sin que medie una pizca del voluntarismo narcisista que
le achacan los “burgueses prácticos”.
Es guevarismo rechaza de plano el prejuicio que considera que el destino
inevitable de las revoluciones es consolidarse a expensas de los ideales y
las praxis que las impulsaron; que el realismo político, más temprano que
tarde, terminará clausurando la utopía. Consideramos que el fatalismo
no aporta demasiado a la explicación de los procesos históricos revolucio-
narios. Es mucho más oportuno reflexionar sobre los condicionamientos
estructurales internos y externos, y cómo excederlos; sobre las tensiones
entre lo instituyente y lo instituido, y sus posibilidades de resolución; sobre
las virtudes o las limitaciones de las vanguardias; sobre los efectos de los
medios y las relaciones heredadas del sistema anterior, etc. De algún modo,
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