Page 44 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
que no podemos recordar a plenitud. Quedó demostrado
una vez más que antes que el Tiempo fue el Verbo y el
anciano hubo de recurrir a la palabra para persuadirme,
pero solo le salió un balbuceo seco y grotesco. Sí, me iba
a persuadir de que meditara antes de seguir hundiéndolo
en la noche estática y eterna, en la irreversible noche de su
fin, que meditara sobre la anarquía que iba a provocar en
el destino de cada quien en particular y de la humanidad
en general al alterar y entrecruzar y yuxtaponer la posición
desde la eternidad de los signos del zodíaco pero yo no le
hacía pizca de caso.
Estaba convencido que la muerte del Tiempo implicaba
mi propia muerte pero eso era lo que menos importaba
ahora. Advertí que a medida que apretaba me iba llenando
de intempestivas arrugas y la fuerza se me extinguía poco
a poco y una súbita artritis me demolía los huesos. Sabía
que en el universo iba a entrar en función un conjunto
de fuerzas insospechadas, espectaculares y diabólicas,
abortadas de la Nada absoluta que precedió al mundo.
En eso la lengua del anciano cayó rodando a mis pies,
como un almanaque roto. Primero el Tiempo se puso verde
como la primavera y luego fue tomando el color ceniciento del
verano, de la sequía, de la muerte. Me di cuenta que su cuerpo
estaba flácido y lo solté. El samán cayó hacia un lado y hacia
el otro el viejo con ojos de reloj y barba llena de épocas. Yo
empecé a morir lentamen te pero antes pude escuchar el trotar
de miles de potros desbocados que iban hacia todas partes
y que en vez de ojos tenían unos almanaques en forma de
esferas que giraban vertiginosamente, por lo que se hacía
imposi ble precisar qué día era hoy, pues seguramente ya el
Jueves Santo había pasado. Los caballos se alejaron, el ruido
de sus cascos sin herrar se fue extinguiendo y de pronto
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