Page 213 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
               enneblinaba el humo aromoso del pequeño horno de corcho, al
               que avivaba con fruición. Su precaria presencia vestía de blanco
               y lo mortificaban unos libros de pedregoso grosor. Las aulas pro-
               metían la ilusión de la academia, el negro atavío del graduado. Los
               jardines y las hendijas de los pasillos que Villanueva había conver-
               tido en hermosura de cemento armado, daban casa mudable a los
               refractarios de Betancourt y de sus policías. Sus diálogos en voz
               baja comerciaban con el lenguaje tapiado de los insurgentes y los
               que usaban ya el atuendo moral de la guerrilla urbana. Los había
               con la muerte a sus trazas, recién heridos o con la bala al acecho.
               Se mercaba en ventorrillos de fortuna la literatura del nouveau
               roman y la prosa triste de los códigos y las teorías económicas.
                  La modernidad de la poesía circulaba en la boca de los comen-
               sales de lunchería, la tierra de nadie de la salida de clase y los
               fumadores de ojera azul. Los nombres de nuestra fama literaria
             [ 212 ] eran revelados casi a escondidas, entre sabihondos y tragalibros.
               Había un muro entre ellos y mi admiración. Detrás de una vitrina
               me detuvo un libro de cubierta purpúrea como su nombre, Las
               hogueras más altas. El azar, ese lugar común que los surrealistas
               corrigieron a voluntad, me dijo, sin que lograra oírlo, que alguna
               vez su autor gobernaría mi nostalgia por la tierra estéril y mis
               confesiones de desterrado de la infancia, que enmendaría la frase
               falsa y huera, privilegiando la emoción a la cacofonía. Dejó de ser
               el autor del libro, la distancia que media entre su leyenda y su cer-
               canía física. No; ya no era Adriano González León en letras de
               librería. Era Adriano, Adriano para siempre. Me llevó del brazo
               a la esquina del Cuño, a la penumbra de un bar. Allí, junto a una
               mujer de mirada festiva y de fabla intraducible a las buenas cos-
               tumbres, me encontré de nuevo con aquella precaria presencia
               que había dejado en el aire el perfume de su pipa y su ligera apa-
               rición blanca en el cafetín de la Universidad. “Este es Orlando,
               Orlando Araujo”, me anunció Adriano. Me fijó con sus ojos. Toda-
               vía lo hace. Me registró por dentro. Terminó su cerveza. Su risa se
               mudaba en iracundia, la sobriedad de sus reflexiones se cambiaba






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