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Luis Alberto Crespo
               o a las Imágenes de Siena y Florencia, editado por la Secretaría de
               Cultura del Gobierno de Carabobo, donde la erudita noticia que
               su autor regala del arte del cuattrocento, confirma con creces la
               visión que de la cultura como escritura de la mirada y del silencio
               ha orientado su ideario humanístico de meditación y sensualidad
               y ha reforzado sus lazos de unión con el saber intelectual integra-
               dor, quiero decir, en estrecha inteligencia con el discurso crítico y
               el sentimiento del éxtasis.
                  Pero si los títulos de marras bastarían para explicar mi fer-
               vor por la obra y la postura humanística de Alejandro Oliveros,
               mi asidua frecuentación de sus diarios literarios, que redacta
               desde 1995 (el más reciente corresponde a 2002, editado por la
               Fundación de la Cultura Urbana) y al que ha titulado con cierto
               sesgo sombrío Tristes cuidados, muévenme a situar en sitio desta-
               cado entre su producción ensayística esta suerte de “novela-río” o
             [ 200 ] narrativa sin nombre conocido que son las páginas vivientes, las
               cuales sobrepasan ya el millar, y donde el movimiento de bitácora
               del cotidiano vivir obedece al decurso que gobierna el azar de las
               lecturas, los viajes, los encuentros de las amistades electivas, el
               solaz, pero asimismo el desencuentro, el desasosiego y la lasti-
               madura, sufrida en carne viva mientras su madre se aprestaba a
               morir página tras página en unos de sus diarios más intensos.
                  No sé en qué tomo refirió que escribía una novela. ¿Acaso no
               son sus diarios una muy singular y fascinante narrativa nove-
               lesca, cuyo personaje es ese escritor que lee escribiendo, que mira,
               escucha y piensa un texto infinito en el que transcurre el tiempo
               proustiano de la memoria detenida en el continuo atesoramiento
               de todo lo que le es humano, el literario, el artístico, el de su
               esplendor y su tiniebla. Estas memoria están destinadas, no me
               cabe duda, a perpetuarse como uno de los más altos testimonios
               literarios de nuestro tiempo, y si no me corro como el único hasta
               ahora entre nosotros.
                  Meses atrás, concluí la lectura de uno de sus nuevos ensa-
               yos. Lo leí en manuscrito. Era un ordenado caos de páginas. Me






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