Page 336 - La dimensión internacional del Gran Mariscal de Ayacucho
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336 Rafael Ramón Castellanos
disparar tres veces por encima de la cabeza del Presidente, salie-
ron corriendo hacia adentro cuando Sucre y su escolta los atacaron.
Después de unos instantes de indecisión, Sucre espoleó a su caballo
y entró galopando por la puerta. Dentro del zaguán, con la espada
en la mano, estaba a punto de dirigirse a las tropas concentradas en
el patio, cuando una descarga de mosquete a quemarropa le destro-
zó el brazo derecho, le rozó la cabeza y le llenó de huecos el sombre-
ro. Afortunadamente, su caballo, que también había sido herido,
se fugó, llevándose a su jinete hasta los establos del palacio, donde
debilitado por la sacudida y la pérdida de sangre, Sucre se desmayó
y fue llevado a la cama.
La noticia se difundió rápidamente por toda Chuquisaca, y gen-
tes de todas las capas sociales, especialmente mujeres, se acercaron
al palacio presidencial para expresarle a Sucre su dolor y ofrecerle
ayuda. La esposa de Casimiro le rogó a Sucre que le permitiera a
su marido visitarlo, y Sucre consintió la visita, aun cuando le dijera
que no aceptaría ninguna ayuda personal de Casimiro debido a su
conducta, negando, al mismo tiempo, la existencia de ningún sen-
timiento de animosidad hacia él.
A las once, el versátil Casimiro se presentó, y Sucre le rogó que
tratara de convencer a las tropas amotinadas de que se rindieran y
averiguara lo que querían. Si lo que querían era su vida -y si era su
vida lo que necesitaban para salvar la República- él estaba dispuesto
a darla, dijo el Presidente. En todo caso, le pidió a Casimiro que
tratara de mantener a los rebeldes dentro del cuartel, para que no se
volvieran locos y empezaran a matar civiles.
Pensando que sus palabras habían impresionado a Olañeta, Sucre
se quedó tranquilo creyendo que el jefe de la oposición era sincero
al expresar su pena y ofrecer su ayuda. Pero Casimiro era profunda-
mente hipócrita. Al salir del palacio, el tortuoso político condujo a
la multitud que se hallaba apiñada afuera hasta la sala del Congreso,
donde desplegó toda su elocuencia para justificar lo que él llamaba
una rebelión del pueblo. Les aseguró a sus oyentes que los rebeldes