Page 169 - Yo quiero ser como ellos
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mediocre. Nadie les hace sombra. Son su propia sombra. Ajeno a
la pequeñez, por eso Roberto Malaver, con mucho amor y tino, lo
llamó Pedro el Grande. Un amor sembrado por Pedro en todos los
que tuvimos el tesoro de su amistad.
Estaba concluyendo, junto con su hermana Mercedes,
su tesis de graduación. Yo era el tutor. Soy su tutor porque donde
él detuvo su escritura, Mecha la continuó. La muerte nunca ha
podido detener a los espíritus creativamente tercos. Y Pedro lo era
de sobra, y la trascendió. Entre sus borradores y notas, la tristeza
me embarga, pero él me reclama: “Dijimos que esto lo vamos a
terminar ¿no? No se me pare, pues”.
Es el duro momento cuando a mí, que hice de la palabra
y el verbo una habitación, me abandonan el verbo y la palabra en
pleno desamparo. Entonces debo acudir a la voz de otro amigo
ausente, Orlando Araujo, para gritar desde el dolor y la rabia que
la muerte de Pedro Chacín fue un innoble carajazo de la vida, una
inconsecuencia de Dios. Y que Dios, si no perdona mi adolorida
irreverencia, que al menos me la entienda y quedamos los tres en
sana paz, viejo amigo.
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