Page 40 - Sencillamente Aquiles
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sencillamente aquiles


            Teniendo yo nueve años y él me imagino treinta, me pidió
            delicadamente esa mañana que me volviera de espaldas,
            mientras él se bañaba con sus inocentes calzoncillos, porque
            el mar le gustaba mucho y estaba amaneciendo. No sé cómo
            aquel hombre se las arreglaba para que yo y mi hermana
            Elba recorriéramos el mundo,
            pasajeros los tres en su bicicleta de flores;
            lo cierto es que el buen hombre tenía un exquisito olfato co-
            mercial, y los domingos nos llevaba (él puesto su bellísimo
            sombrero de violetas y sus conmovedores zapatos, y noso-
            tros sus hijos la niñez como un vestido de estreno) a mágicos
            mercados donde los campos (con sus correspondientes ríos
            y colinas) se vendían a dos paisajes por centavo).

            Y en aquellos lugares mi padre cumplía plenamente su
            vocación de ladrón irredento,
            pues regresábamos los tres a casa con un insólito botín de
            aromas y todos nos queríamos mucho por eso.

            Una vez nos sorprendió un inmenso aguacero durante uno
            de aquellos paseos.
            Como teníamos miedo Elba y yo, pues había muchos
            relámpagos y el río iba creciendo bastante,
            mi dulce padre nos acogió a su pecho, un hijo a cada lado,
            y estábamos como debajo de un pan, bien que me acuerdo.
            Nos besaba con las violetas de su sombrero para
            consolarnos de nuestro miedo, y parece que lloraba
            también, no estoy seguro.
            Y desde luego porque en esa ocasión y lugar oímos mi
            hermana y yo latir el corazón de nuestro padre Rafael
            Nazoa bajo la tempestad, es por lo que, desde entonces,
            nos sentimos a ratos tan desdichados en esta vida.


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