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Luis Alberto Crespo
               y fotógrafo, a quien se debió la irreverencia gráfica más extrema,
               el ojo del absurdo y lo grotesco urbanos; Federico Brandt, el
               artista-espectáculo, amigo del surrealista Max Ernst y del beat-
               nik Allen Ginsberg; Fernando Irazábal, el pintor experimental
               de Barcelona, ducho en creaciones repentistas; Gabriel Morera y
               sus relicarios del Apocalipsis y Jacobo Borges, el retratista de los
               monstruos humanos de la Iglesia y el Poder.
                  La presencia de Los balleneros fuera de casa fue significativa:
               suscribieron la Declaración de Independencia ante el Congreso
               Americano de Solidaridad Poética, reunido en México y reci-
               bieron la adhesión de un grupo de poetas, escritores y artistas
               franceses y europeos a propósito de la represión policial que los
               castigara por haber reproducido un texto de los surrealistas pari-
               sienses donde denunciaban al cristianismo “como un sistema de
               servidumbre del espíritu”.
                  La última vez que se supo de ellos fue en 1965, en plenos
             [ 412 ]  días turbulentos, como lo señala Juan Calzadilla en el prólogo.
               La izquierda política tenía en la izquierda literaria y artística un
               confiable aliado. La mayoría provenía de la revista Sardio. Pronto
               ocurre el cisma: los fundadores de El Techo de la Ballena se apar-
               taron de los sardistas y buscaron la calle y el garaje. Afuera el
               gobierno mandaba a “disparar primero y a averiguar después”.
               Más tarde sucede el Porteñazo y el Carupanazo. “Hubo que asu-
               mir lo cotidiano con un lenguaje explosivo”, anota Calzadilla.
               La antiestética informalista, mejor el nuevo expresionismo, se
               enfrentó al cinetismo y al cuadro de caballete, la poesía del rea-
               lismo urbano y sin puntos ni comas al chato criollismo lineal pro-
               vinciano y la marginalidad literaria a la gloriola de los premios
               municipales y nacionales. ¿Cuánto duró esa ortodoxia vanguar-
               dista? “Vendrían después la derrota, el pase de factura, el arrepen-
               timiento, la entrega”, en las montañas y en los cafés y los bares,
               consiente el prologuista. Pero con más crudeza hablaría el crítico
               Ángel Rama cuando anuncia —son sus palabras— “su previsible
               fracaso, es decir, su imposibilidad para arrastrar al cuerpo social






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