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Luis Alberto Crespo
               en el lecho amoroso del vivac y las habitaciones de fortuna, trans-
               figurándose en Manuela Sáenz, Manuelita, mi Manuela, mi loca,
               mi libertadora y encanto de carne y de añoranza en el fervor del
               Libertador. Cama y hamaca serían, deseos de papel escrito o
               confidencias de correo verbal los encuentros de los dos aman-
               tes. También reyerta de celos que el verbo y la prosa epistolar del
               amado conjuraban con ventaja. Lavar y perfumar su apariencia la
               desvelaba y ofrecerse como la achispada muchacha quiteña que
               había sido atemperaba el entrecejo del ser que le abrasaba el cora-
               zón y el pensamiento. Peleadora, arrojada, se subía a los caballos
               como un lancero. Su mirada nocturna entraba como filo de sable
               en el alma indigna de la falsía y la traición. Sus ojos no sólo eran
               ojos, eran vivos vaticinios. Leían para Bolívar los gestos de lealtad
               y de felonía. Aprendió a averiguar por dentro los bajos fondos de
               Santander y de tantos otros de su calaña, como Carujo. Lo probó
             [ 416 ] con creces aquella noche septembrina en Bogotá.
                  Los trabajos de la guerra solían alejarlos, pero no la nostalgia
               de su pasión, de que daría prueba el epistolario que la hoguera ni
               el añico lograron silenciar después del aciago 1830.
                  La gran bolivariana hubo de conocer el ostracismo en su pro-
               pia tierra. Oyó que había muerto su amor y su soldado mientras
               transitaba por los caminos del exilio y sintió en su pecho el dis-
               paro que derribó a Sucre. En Paita halló cobijo a la sombra de una
               barraca de piedra y tejas. Hasta ella se acercó otro errante y otro
               perseguido: el viejo Samuel Robinson y Simón Rodríguez. Ambos
               eran, en verdad, dos soledades. La Gran Colombia ruinosa aso-
               maba sus restos en el horizonte. Fue un encuentro de enlutados.
               Mal podrían avizorar en ese entonces que el Continente libe-
               rado y del que ahora renegaban quienes lo habían hecho posible
               renacería algún día entre las cenizas del soñador de Santa Marta
               y el mártir de Berruecos. No, no podían hacerlo, ni menos pre-
               sentirlo, pero sí lo haría el destino que hoy une a los amantes de
               1822, al maestro y su escuela de ciudadanos libres, al inventor de








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