Page 40 - Lectura Común
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La lectura común                                Por el ojo de la letra
              el espejismo de la corriente inmóvil, la mirada cruzada de pája-
              ros de innúmera apariencia e inexplicable plumaje y canto, cuyo
              abundamiento suscita, junto con la memoria del ojo lector y el ojo
              gráfico, la presencia de personajes-pájaros en quienes conviven lo
              humano y lo animal como sortilegio de una pluma de colibrí y
              una garra de águila arpía, entre la varia industria transmutadora
              que tanto nos entretiene.
                  La excusa de la anécdota o asunto es la lectura de un diario de
              travesía ocurrida en el siglo de Humboldt y de sus seguidores reales
              o reconstruidos, con ratos de digresiones, desechos de camino real,
              veredas, vivaques, intrusiones de historias vidas y otra vez la maleza,
              el agua atormentada por los chubascos, las centellas y los saltos, y
              además el presentimiento de bestiarios y la irrupción de la gente-pá-
              jaro, con nombre y sin nombre, Marcela, Irk, el narrador, de pronto
              los Ewaipanomas de Raleigh, los centauros de Grecia y súbito El
              Dorado, el lago argénteo de Manoa, la ciudad que se llama que no
              se llama Caracas o alguna otra bajo la nieve y alguien es Charles,   [ 39 ]
              el viejo Charles, científico y dios rana surgiendo del agua y todo es
              selva, la selva en el sueño como fascinación y pesadilla de pluma,
              augurio de la transmutación de la apariencia humana en gente-pá-
              jaro, en pueblo emplumado con hábitos y apariencias nuestras. En las
              postrimerías del libro, Wilfredo Machado o su personaje nos lee su
              confesión, testimonio que transcurre entre dos realidades, la fantás-
              tica y la convencional, sin que ni una ni la otra logren entorpecerse.
              Un pájaro de hierro se desbarata sobre la cima de un árbol, el vientre
              roto ahíto de alijo de droga. Se escucha el canto agorero del yacabó,
              una pluma de colibrí tiembla en el aire selvático y la realidad lineal
              se fractura. Irk, el hombre-pájaro mutilado, reaparece, recupera su
              garra de arpía, la garra de los sortilegios sanguinarios. “Entonces
              —observa el narrador— dio dos o tres saltos entre la fronda de los
              grandes árboles, perdiéndose en el cielo nocturno, lanzando gritos
              amenazadores en la oscuridad que atemorizaba a todos. Su canto
              ronco y lujurioso era casi humano”.







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