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Luis Alberto Crespo
               ese paisaje de jibas, hoyos y pajonales. Roja es su geografía, a ratos
               es chamusquina amarrada con alambre de cerca, donde pastan
               la res morosa de Lazo Martí y el caballo flaco del poema de Juan
               Sánchez Peláez. Sale a lucir la palma en los morichales y los prés-
               tamos de agua de caño y aguacero. Todo eso es bien solo y más
               aún si es verano. Que lo diga el gavilán pitavenado y el primito, y si
               no la soisola enmontada, el bando de perdices espantando la paja
               seca. Sí, todo eso es como nombrar a Carlos San Diego, cabruteño
               de San Diego de Cabrutica, desde la vez que allí naciera en 1964.
               No importa que en la foto sonría como si nada ocurriera en esas
               enormidades de sed y de ahogo y trate de desmentir lo que dice su
               poesía a la que ha nombrado, en un libro que casi nadie consulta,
               Bajíos y que enseña el hierro del Fondo Editorial El Caribe en su
               costado de palo de alcornoco mientras el día lobreguece.
                  Hace años que Carlos San Diego transita por El Tigre. Hasta
             [ 264 ] allá llegó después de fundar en su pueblo un ateneo, aventado por
               el oficio de pobre que es el periodismo de provincia. En la ciudad
               del balancín y el almacén del excremento del diablo frecuentó
               talleres de poesía e inventó revistas literarias, como Chigua´ka.
               No sé cuánto tiempo se detuvo en Antorcha —creo que hasta
               1987— a dirigir sus páginas literarias. La última noche que nos
               vimos (juraría que espera que se extinga la candela de El Tigre
               para mostrarse) era él mismo un periódico de pies a cabeza:
               reportero, editorialista, transcriptor, corrector, impresor, prego-
               nero. Su nombre, El Mundo Oriental, es también creación suya.
                  Esa noche, de natural ventosa, porque cuando oscurece sopla
               tenaz la inmensidad de Guanipa, me habló de su libro Bajíos,
               entonces aún por nacer. Mientras nacía, recordé los poemas que
               otrora cediera a los suplementos de arte y a las antologías. Memo-
               ricé los motivos que nunca lo han abandonado, que son él mismo:
               aquel tendido que se desmanda hasta el embarcadero orino-
               quense, la inmensidad tostada y pantanosa, el cuero rojo y oscuro
               de su suelo espinoso y pajizo, silbante y gemidor, con semblante
               de mujer ojuda y de hombre grave, asidos a sus cuerpos como la






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