Page 270 - Lectura Común
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La lectura común Nuestra sombra iluminada
algodón, de lienzo tocuyo, tinturas vegetales y animales, como
la grana cochinilla de Carora y cortezas de curtientes, como el
dividive de los suelos espinosos y sedientos, hasta dar cuenta de
la fascinación europea por el cachicamo, el mono cubarro de piel
de terciopelo y del rabipelado, el loro parlante escapado del jar-
dín de Adán y Eva, la garza real de pluma aigrette y la chusmita
de pluma crosse para la frivolidad y el vaudeville y los gavilanes y
halcones para la ociosidad de la cetrerería. Una fiebre por nues-
tra animalancia ganaría el capricho de la casa real, su cohorte y
su nobiliario, de cuya obsesión no escaparía ni el santísimo Papa.
Pero nadie fue más vicioso que Luis XIV, quien reclamaba criatu-
ras de nuestras selvas para que le hicieran compañía a su marsu-
pial del Alto Orinoco. Carlos V demandaba loros y pericos de los
llanos y de las tierras áridas con el mismo achaque de codicia que
desvelaba a su esposa la Emperatriz Isabel apurada por cubrir su
corpiño de seda cruda ante el Tiziano con collares de perlas de
Cubagua. [ 269 ]
La belleza natural perlífera sería diezmada por las hordas
de los empleados de la Corona y los ladrones de su quinto real.
Cuando la muerte raleó la presencia del buceador indígena y afri-
cano, el rastrillo de hierro dio a desprender arrecifes y rocas sub-
marinas donde se criaban las perlas de Cubagua. Pronto Nueva
Cádiz sería un adiós y la nada de un maremoto. La depredación de
la garza prosiguió hasta el siglo XIX. “Entre 1890 y 1913, subraya
Cunill Grau, la matanza de la garza blanca llegó a 8.349.340 y la
chumista a 1.464.796”.
La fauna y la flora convertida en exageración barroca y adje-
tivación renacentista en las cartas y relaciones de aventureros y
compradores de almas, conocieron el agobio del boato con la apa-
rición del oro guanín, el oro de la orfebrería indígena, y la perla.
Al tiempo que escarbaba los suelos y costas de Venezuela, Europa
dio a cazar aromas, perfumes y olores tropicales. Las bodegas de
los barcos olían a sarrapia, a incienso, a vainilla, a anís cimarrón.
En el camino se toparon con cortezas y bálsamos que prometían
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