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Luis Alberto Crespo
               de los médanos al amanecer. Yo había conocido su ancestro
               más próximo, aquella leyenda con sombrero de pelo oscuro y el
               atuendo blanco de los asoleados que el hombre apureño llama y
               nunca deja de llamarlo Juan Salerno, vaquero y coleador, galle-
               giano y piloto de los senderos de arriba a los que recorría desaten-
               diendo los instrumentos de vuelo.
                  Ella, su sobrina, miraba el río, lo tenía consigo en su mirada. El
               río y los inviernos. Nada en sus gestos, en sus palabras, avisaban de
               los veranos desolados que esperaban en lo más hondo para adelga-
               zar la sombra y reducirla a hueso de lo que antes vivía y esplendía.
               Ella, Lucía Salerno, se entendía con los brotes, el primer bando de
               las aves del agua y el perfume de las mojaduras de las lluvias. Todo
               ese fulgor entraba a su casa, a su casa breve y modesta, regada de
               adornos y de libros. Yo la había conocido antes que su rostro y
               que sus ojos. La había oído hablar con su voz escrita en un libro
             [ 150 ] que optara al Premio “Lazo Martí” de Calabozo. En esas páginas
               transcurría el paisaje de su casa y de su estima por todo lo que se
               convertía en espacio viviente de primeras lloviznas, del ascenso
               del río, de las criaturas cantadoras y clamorosas y de la sorpresiva
               mudez entre la algarabía de los motores y el hombre múltiple de la
               calle y los bebederos y venderos de chatarras y trapos.
                  Era como si su oído y su pensamiento abolieran lo sordo y la
               desesperación ruidosa. Parecía el temario de esa primigenia poe-
               sía una labor de alguien aislado, habitante de una casa en el centro
               mismo de lo solo. Una calma transitaba cada página y en su lenta
               duración leíamos el monólogo de quien acercaba su atención al
               temblor de la rama, al goteo del agua y al silencio que se lleva el
               Apure. El alma, esa vieja invención del hombre, cobraba física
               presencia en ese decir.
                  Todo siguió como el río apureño, todo siguió al fondo, en lo
               último donde gira sin girar el confín con el recuerdo de aquel
               encuentro en medio del fragor de mayo. No vi más a Wilfredo
               Rivero, a Yaro, ni a su amada, siempre asomada a la ventana, siem-
               pre dentro de sí.






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