Page 151 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
de los médanos al amanecer. Yo había conocido su ancestro
más próximo, aquella leyenda con sombrero de pelo oscuro y el
atuendo blanco de los asoleados que el hombre apureño llama y
nunca deja de llamarlo Juan Salerno, vaquero y coleador, galle-
giano y piloto de los senderos de arriba a los que recorría desaten-
diendo los instrumentos de vuelo.
Ella, su sobrina, miraba el río, lo tenía consigo en su mirada. El
río y los inviernos. Nada en sus gestos, en sus palabras, avisaban de
los veranos desolados que esperaban en lo más hondo para adelga-
zar la sombra y reducirla a hueso de lo que antes vivía y esplendía.
Ella, Lucía Salerno, se entendía con los brotes, el primer bando de
las aves del agua y el perfume de las mojaduras de las lluvias. Todo
ese fulgor entraba a su casa, a su casa breve y modesta, regada de
adornos y de libros. Yo la había conocido antes que su rostro y
que sus ojos. La había oído hablar con su voz escrita en un libro
[ 150 ] que optara al Premio “Lazo Martí” de Calabozo. En esas páginas
transcurría el paisaje de su casa y de su estima por todo lo que se
convertía en espacio viviente de primeras lloviznas, del ascenso
del río, de las criaturas cantadoras y clamorosas y de la sorpresiva
mudez entre la algarabía de los motores y el hombre múltiple de la
calle y los bebederos y venderos de chatarras y trapos.
Era como si su oído y su pensamiento abolieran lo sordo y la
desesperación ruidosa. Parecía el temario de esa primigenia poe-
sía una labor de alguien aislado, habitante de una casa en el centro
mismo de lo solo. Una calma transitaba cada página y en su lenta
duración leíamos el monólogo de quien acercaba su atención al
temblor de la rama, al goteo del agua y al silencio que se lleva el
Apure. El alma, esa vieja invención del hombre, cobraba física
presencia en ese decir.
Todo siguió como el río apureño, todo siguió al fondo, en lo
último donde gira sin girar el confín con el recuerdo de aquel
encuentro en medio del fragor de mayo. No vi más a Wilfredo
Rivero, a Yaro, ni a su amada, siempre asomada a la ventana, siem-
pre dentro de sí.
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