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Earle Herrera
NUESTRO LICEO BRICEÑO MÉNDEZ
Hay un liceo propio e individual, ese que cada egresado guar-
da en su corazón y su memoria. Y un liceo colectivo, aquel
que recuerda y marca a cada generación. Más todavía, siendo
igual, el liceo no es el mismo para la promoción de este año,
la del anterior y la del que viene. En la juventud, el círculo
cromático gira demasiado rápido, con frenesí, con vértigo.
El universitario de primer año que regresa a su liceo en
vacación se siente un extranjero y es visto, por los liceístas, como
un forastero. El bachillerato es la época bonita y el liceo, su espacio
y escenario. Todo ello, las sensaciones, el imaginario, las clases,
los sueños, los tropiezos, las luchas, las aulas, los condiscípulos,
los profesores, el aire, la planta física, lo palpable y lo intangible,
conforman el liceo, pero el liceo, todavía, es algo más.
Ese “algo más” indefinible e imprecisable me asalta cuando
intento escribir sobre el Liceo Briceño Méndez, donde se quedó
mi corazón y donde mi respiración se entrecortó alguna tarde
sobre la pista de tierra y sol en un campeonato juvenil, para el
que nos preparó la mística deportiva de Juan Facendo, profesor y
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