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Earle Herrera














            MORIR EN SAN TOMÉ


            El chiquillo corretea sus tres o cuatro años entre los pasajeros

            que dormitan su espera en la sala de abordaje del aeropuerto
            “Don Edmundo Barrios”.  A través de los cristales, desde los
            asientos, se puede ver el cajón metálico que contiene un enor-
            me compresor de aire acondicionado. Se trata de una cruel-
            dad tecnológica, una torpeza política y un sadismo climático

            porque el mastodonte tiene tiempo que no funciona. Ignoro
            cuántos votos costó en la última elección ese monumento a la
            desidia y lo inservible. El niño que corre su travesura no sabe

            por qué sus fuerzas empiezan a desfallecer. La sala cerrada de
            grandes ventanales de vidrio y sin aire acondicionado es un
            horno bajo el sol meridiano de la mesa de Guanipa. Se suda,
            se sufre, se espera.


                  Escribir de estas sabanas peinadas por la brisa y ator-
            mentadas por el sol de los kariñas es un viaje que conozco.
            Andaba por mis 20 años cuando la Universidad de los Andes
            me envió un telegrama informándome haber ganado su con-

            curso de narrativa. Fue mi primer premio literario. El cuento
            se titulaba “Caregato”. Y relataba, desde el asombro de un niño,
            la demolición del campamento de La Leona, más allá de San


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