Page 295 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo

                  Antes —y bien que en no pocas regiones persista su tosca, pero
               ecológica y campesina industria— construíase la manga de palos,
               remembranza de los corrales y las majadas, lugar de pervivencia
               de una de las destrezas que tanto fascinan al jinete en las vaquerías
               sobre lo más liso del mundo de polvo y hierba, entre la grita y el
               sudor, la espuela empurpurada, la advertencia y el castigo del man-
               dador, el silbo y la copla.
                  Pero antes hubo la historia. Tiene quinientos años. La escribió
               la uña del caballo de Gonzalo de Ocampo y Jácome Castelón en el
               oriente de Santa Fe de Anzoátegui y las lindes de Cumaná. El indio
               supo de su primer estupor ante esa criatura cuyos lomos soportaban
               al hombre que los diezmaba bajo hierro y pólvora, adherido —uno e
               indiviso— a una presencia ligera e impaciente, armada con cascos
               de pedernal, la piel y la crin de mujer, presto a dejar la tierra que
               desbarataba con su encabritamientos, a la que jamás columbrara en
             [ 294 ] los flancos del mar, los carrascales y las maniguas, ni imaginaran
               sus cosmogonías. Más tarde, mucho más tarde, después o todavía
               en la Colonia, vencido con la flecha silenciosa, el indio se pondría
               a su vez a caballo, lo hizo suyo junto con el ganado mostrenco que
               pastaba libre en los descampados y soportó sus embates de cerrero
               hasta sosegarlo, sin avizorar nunca que tal hazaña lo aprestaba ya
               a engrosar las guerrillas sabaneras de José Antonio Páez, barajus-
               tando sus bríos en Mucuritas y ofreciéndole sus ijares y su pescuezo
               al puñal español en Las Queseras del Medio.
                  Del hato colonial y de la guerra emancipadora proviene el coleo,
               del hombre bien de a caballo, del hombre jinete, con o sin apero de
               silla y freno, al alcance de la res espantada y valiéndose de la astucia
               del piquijuye, con la que quebrantara las huestes del Rey en sabana
               abierta y en calcetas.
                  Esa prueba de hombría del aborigen y del mestizo, el próximo
               de su sangre, duraría cuantas veces fue menester sofrenar a la res
               despavorida con el ojo de la soga y si esta se equivocaba atierrándola
               confiando en el apuro de su cabalgadura y en el puño de su mano,
               o era en el círculo de cuernos y crines cuando tras el momento de






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