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Luis Alberto Crespo
               La tradición refiere que un cultivador de flores, el señor Pacheco,
               acaso oriundo de Galipán, bajaba a la ciudad con su mazo de péta-
               los apenas el viento alisio sacudía su ventalle. “Llegó Pacheco”,
               anunciaban los caraqueños, por querer decir que diciembre había
               llegado. La vieja tradición no ha desaparecido, como sí la ciudad
               solariega, a la que el presbítero e historiador Oviedo y Baños, en
               los tiempos de la Colonia, le atribuía “un temperamento tan del
               cielo”.
                  Es que el viento decembrino, como la luz que le hace com-
               pañía, pareciera aproximar los espacios celestes a la tierra. Es
               un viento jubiloso, festivo. Su alegre talante nos contagia de tal
               manera que se nos figura el heraldo de los días navideños. Y en
               verdad lo es. La apariencia de los seres y las cosas cambian bajo
               su gracia blanca y refrescante. No tardará el canto y el ritmo en
               hacerle coro. La gente, apenas recibe el sueldo de los aguinaldos
             [ 290 ] laborales, no más acumula el dinero del goce, se va de compras,
               ora para adquirir vestimenta propia para el festejo pascual y el
               año nuevo, ora para comprar regalos. Las ventanas y los balcones
               de las casas fulguran con luces de colores.
                  Se visten de esplendor lumínico los árboles de los jardines y
               las plazas. E igual ocurre con los centros comerciales y en lo alto
               de los edificios. Y el viento va y viene, zumba en el follaje, nos lleva,
               nos tiene y la luz nos cubre con su fino lujo de lino y seda.
                  Aun la pobreza, la dura pobreza de nuestros menesterosos,
               encuentra un momento de solaz en estos tiempos risueños. Hasta
               el hambre parece sonreír. Hay alguien cerca que le ofrece una
               dádiva, otro se atreve a apiadarse de ella, aunque sea desde lejos.
               La limosna es generosa gracias a diciembre y la injusticia social
               un poco menos canalla. Hubo un niño, un niño que vivió y murió
               en un cuento memorable de José Rafael Pocaterra, que tuvo esa
               misma cara de la pobreza. Se llamó Panchito Mendefuá, quien
               tuvo el privilegio de cenar con el niño Jesús, mientras sueña con
               un país sin lágrimas y donde la pobrecía, como en el poema de
               Rimbaud, deje de morderle el corazón.






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