Page 287 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
                  Y bien que el cemento y la lata hayan desdibujado su remoto
               semblante, sobreviven  el adobe y el bahareque del solar y la
               fachada, el zaguán penumbroso y el patio donde cunde la fragan-
               cia del azahar de la india y del café, tan pródigo aún en sus pen-
               dientes verdísimas. Si el viajero prosigue su paso más al fondo no
               tardará en encontrarse con un breve y modesto templo, austero,
               sin adorno de alarife, que pareciera servir de celador de la vida
               que en torno suyo transcurre, taciturna y exultante, obediente
               al almanaque del cielo y de sus santos, oráculo de la lluvia y el
               verano, de la labranza y la cosecha, heraldo de la loa y la invoca-
               ción a la madre del Señor, a su nacimiento sobre la hierba, a su
               martirio y elevación a las nubes. Entonces, San Miguel suena las
               campanas de su menuda torre, cubre de flores sus altares, hace
               estallar el fuego artificial, permite el alborozo del envite y el azar,
               canta, danza y se acuesta tarde, como si el templo fungiera de
             [ 286 ] patrón del contentamiento colectivo.
                  Ignórase el día exacto en que su casa santa elevose por primera
               vez al aire. Acaso —se atreven a argüir los memorialistas— hubo
               de ocurrir hacia el siglo XVII. Es que no hay testimonio escrito, ni
               documento probatorio fiel. Es verdad, sí, que en el vecindario del
               Municipio, distinguíanse entre la bruma, la ermita de Burbusay
               y su curato, con partida de nacimiento fechada en 1597, es decir,
               cuando el siglo XVI moría. Por ello, la cronista boconesa Lourdes
               Dubuc de Isea, se atreve a suponer que la iglesia de San Miguel
               tuvo su primigenia elevación entre 1600 y 1646. Los documentos
               parroquiales registran la tenebrosa visita, en 1735, de don Pedro
               Hernández Villamil, Comisario del Santo Oficio de la Inquisi-
               ción. Otra visita menos aprensiva, fue la del inveterado caminante
               Obispo Martí, cuando promediaba el año de 1777.
                  La iglesia, obra maestra de los decoradores del retablo del
               altar, sería distinguida, comprobadas como fueron por los sabi-
               hondos sus muchas bondades estéticas, con el título de Patrimo-
               nio Histórico Nacional. Pero, ay, tales bondades, serían pasto de
               los pillos: en 1963 sufriría el despojo de sus tesoros de oro y talla






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