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Luis Alberto Crespo
                  Toda muerte es atroz, sostiene el descreído, el que confirma
               con Dylan  omas que sobre la sábana de nuestro sosiego coti-
               diano avanza ya el encorvado gusano. Frente a esa apostasía,
               una creencia trata de convencernos, a fuer de consuelo, que el
               cuerpo con que existimos es sólo un estuche (“estuche de muerte”
               lo moteja la americana Susan Sontag), por lo que el pequeño ser
               yacente entre comensales y libadores de fines de sol no dejará por
               eso de ser Adriano, sí, Adriano González León, el autor de Las
               hogueras más altas, de Hombre que daba sed, de País Portátil, el
               profesor de letras, el cronista de periódicos y revistas, el tertu-
               liante de la cultura en la televisión, el intelectual refractario de
               los años sesenta y setenta, culpable de desatar junto a un grupo
               de escritores y artistas la fascinación por una nueva forma de
               pensar y reinventar la vanguardia estético-política en los mani-
               fiestos y revueltas verbales y plásticas de El Techo de la Ballena,
             [ 256 ] vocero y comité central de la “Venezuela Violenta”, biografiada
               por Orlando Araujo en un libro de lectura ineludible. Pero no sólo
               es él, me habría atrevido a agregar, de haber estado presente en el
               anónimo bebedero público donde moría de sueño mi admirado
               amigo. No sólo el escritor de prosa emocionada e inventiva, el
               envalentonado de aquel país iracundo, el profesor de la literatura
               como encantamiento y de la cultura como dandismo baudele-
               riano: también aquel que derrochara, como si la cediera a manos
               llenas, la palabra de la loa y la crítica al joven escritor bisoño que
               alguna vez fuimos, enderezando entuertos de estilo, regresando a
               los distraídos a sus desestimadas obsesiones creadoras.
                  En un reciente homenaje a Albert Camus, el gran periodista
               Jean Daniel hacía referencia al infierno del silencio literario que
               suelen sufrir los autores y creadores después de su muerte, pero
               de cuyas llamas se librara el autor de El hombre rebelde y de El
               extranjero, ahora releído y celebrado, tal vez más que en los años
               en que reinaba su filosofía y su narrativa nihilistas.
                  Quiero pensar que la obra de Adriano González León jamás
               habrá de sufrir la mácula de la preterición y del olvido. Un fragmento






       Lectura comun heterodox   256                                   13/4/10   12:35:56
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