Page 171 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
               de abandono, escritura de piedra y la susodicha flor marchita de
               siempre.
                  ¡Y cómo batalló para retardar ese lecho de palo y esa residen-
               cia en la tiniebla! Día tras día emprendía sus pasos al cadalso de
               la quimioterapia. Después del tormento lograba de nuevo ilumi-
               narse con la prosodia de sus narraciones literarias, su escritura
               periodística, sus lecturas que amanecían con ella bajo la lámpara
               y frente al balcón que miraba al Parque del Este desde donde la
               adivinábamos soportando su vida de condenada a la asfixia, una
               vida de condenada a la que se esmeraba en vestir con atuendos de
               contradictoria mundanidad.
                  Todo esto, lo sé, roza el lloriqueo, contamina el sentimenta-
               lismo, pero ¿cómo evitarlo? Nadie que no haya sido privilegiado
               por su afecto y más aún por haberla tenido en sus sentidos podría
               refrenar el estilo de los desconsolados, el acento del treno y de la
             [ 170 ] tristia que los griegos y latinos nunca más han cesado de entonar
               acompañando el enlutamiento que sentimos sus compañeros de
               debates y aplausos en aquellas mañanas de junta directiva en la
               Casa Nacional de las Letras Andrés Bello a la que diera lustre.
                  Después, y después es su huella, que en su caso es el libro,
               aquel, primerizo, que juntos convinimos en titular La memoria y
               el olvido y estos otros, los de su nombradía como narradora, los
               que se llaman Mi pequeño mundo, El circo de Ferdinand, Mediá-
               ticos (cito al desgaire, movido por el goce que me produjera su
               frecuentación) o aquellos que tituló Banales por mera ironía, los
               cuales me avivan el sentimiento de que en ellos persiste el trata-
               miento del expresionismo, la desfiguración de una sociedad que se
               me antoja trasunto de ciertos cuadros del pintor alemán Georges
               Grosz, sus ciudades convertidas en un caos de expresiones huma-
               nas y de promiscuidad física y moral.
                  Por último, y mientras nos alejamos de su cuerpo allá en lo
               oscuro de la tierra y del adiós de la añoranza no nos queda sino
               asirnos a la promesa de René Char: “la muerte destroza y talla”.
               Los que creemos —nos empeñamos en creer— en la pervivencia






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