Page 167 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
               casi sentimiento romántico —de que lo privara su adscripción al
               positivismo— por la función pública y su calvario último, traicio-
               nado por quienes creía inalcanzados por la infamia, como Román
               Chalbaud, aquel día de 1948, a pocos meses de personificar a San-
               tos Luzardo, el educador de Marisela y del alambre de púas y al
               Marcos Vargas de “se es o no se es”.
                  El muy austero, el de sonrisa tapiada, el de traje blanco y de
               aparato, la corbata nunca dejó de anudarse siquiera para espantar
               la canícula apureña de aquellas horas que viviera apurado en La
               Candelaria de Arauca donde probó por qué su principal perso-
               naje era el paisaje de afuera en el que hallara las facciones y talan-
               tes de sus imborrables criaturas humanas que desde hoy y para
               siempre conforman un museo de estereotipos que no resisten su
               identidad regional e ingresan en la caracteriología de lo humano
               universal que tanto reclama toda obra clásica como en Dostoie-
             [ 166 ] vski, en Conrad o en Faulkner.
                  Juan Liscano, Orlando Araujo, Isaac Pardo, para limitarnos sólo
               a la más conspicua trilogía de lectores galleguianos, abundaron en
               la averiguación personal y literaria de este ineludible venezolano
               y sobremanera en su eternidad, a la que —Orlando Araujo dixit—
               ninguna abjuración generacional de la ficción narrativa ha logrado
               suplantar o cuando menos relegar al mausoleo de los preteridos.
                  Es que nadie, como Gallegos, ha podido tallar con tanto estilo
               y fulgor literarios esos personajes con maneras y comportamien-
               tos de país de mediodía y de sombra, vástagos de la violencia solar
               y tempestuosa, enfrentados a la fatalidad de un destino que tiene
               por oráculo la llanura y la selva, los dioses terribles de la resolana
               y el sudor, la sed y el pantano, la bala y el veneno en los que se cría
               una raza de irredentos o de vencidos. Tales criaturas galleguianas,
               humanizaciones —diríase— de sus desiertos y sus bajíos, sus infier-
               nos y vorágines vegetales terminan por hacer olvidar el discurso
               positivista y rendentor que con frecuencia los acosa, por lo que per-
               siste el arte descriptivo, la poetización de la intemperie, el dibujo y
               la pintura de los grandes espacios, siempre llenos de anima mundi,






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