Page 147 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
los locutores y los cronistas unen sus manos al puño, le
imprimen más fuerza y lo dejan caer sobre ti. No puedes
con tanta gente. La noche se abre en dos y descubres lo que
hay más allá de la noche: el abismo: empieza la danza: una
música pesada y sorda la acompaña, giras por todo el ring,
te detienes, vas contra las sogas, las cuerdas te devuelven
al centro, rebotas de esquina en esquina como un muñeco,
rebotas, buscas pisar firme pero se abren baches en la lona,
sacas los pies, se te vuelven a hundir, ves hacia tu esquina
en procura de ayuda pero chocas con la risa de tus seconds,
rebotas, el puño está fijo, ya no se mueve, tú lo buscas
desesperadamente, quieres que te golpee, ninguna de las
manos del público lo mueve, lo mantienen firme, quieren
prolongar la danza, eternamente y tú lo buscas y no lo
encuentras, rebotas. Lo miro, le ruego que no se quede allí,
que me golpee, danzo, giro, reboto, voy hacia el puño pero
no lo encuentro, la música sorda, como si saliera de una
orquesta de puros bajos, ampulosa, concentrando todas sus
ondas sobre mis tímpanos, sobre mi cabeza, ¿cuál cabeza?
¡Dios mío, no tengo cabeza! Gira solo mi cuerpo, sin
orden, sin concierto, no, sigue los compases de esa música,
doy pasos grotescamente perfectos, sin cabeza, por un lado
están las ojos, arrinconados en una esquina, enrojecidos;
mi boca en el suelo, pisoteada, hinchada; la nariz entre las
manos del público que la aplasta dando palmas, aplausos
sordos, y sobre mi pescuezo solamente las orejas por
donde entra la música y le da orden a mis piernas, danzo,
danzo. Desde la Catedral revientan las campanas, un solo
campanazo, altisonante, seco, puedo medio abrir los ojos,
cae sobre mí una furia de relámpagos, me encandilan,
me aterran, no puedo apartarlos, me entran por todos
los nervios, ya la música cesó, el silencio, estalla en mis
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