Page 33 - Frutos Extraños
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Café
Llegó tío. Hombre, dos metros de altura, desgarbado, moreno tarde, barba tupida,
más canas que cuando pequeña.
Me preguntó por su hija, Gabriela. Recuerdo aquella vez.
Mari, ella y yo jugábamos bajo las faldas de abuela. Correteábamos el pasillo de
los cuartos. Mi tío decidió perseguirnos. Al principio reíamos. Nos escurríamos
jabón entre las manos. En sus ojos encendía la casa. Sentí su aliento pestilente
sobre la nuca. Mari y yo logramos huir. Gabi desde entonces estuvo secuestrada.
La tomó por la cintura. Manos y pies se batían en contra hasta aferrarse del marco
de la puerta. No sé por qué nunca gritamos, por qué no dijimos a abuela. No nos
hubiese creído.
Hacía mucho tía se había ido, porque su hermano (mi tío de dos metros) la
despertó una noche, sobre ella. Le besaba las tetas. Mi tía, tan blanca, piedra de
mármol pentélico. Desde entonces, cualquier leche suya subió a las nubes y se
devolvió agria. No quiso hombre, no quiso hijos. Fue amarga hasta que tío murió.
Esta tarde él ha llegado. Gisela no necesitó mucho para odiarlo. Apenas puso los
pies sobre la alfombra de la entrada la niña dejó caer la maceta sobre aquel
depredador venido a menos. Él limpió, tierra, sangre, miró al cielo de casa, sonrió.
El golpe llegaba con treinta años de mora.
Yo hacía café. La primera vez que hice café lo hice para él. Cogí agua del grifo,
café molido, mezclé. Tenía siete años y ya había raptado a mi prima, su hija. Me
dijo que era el mejor café que había tomado.
En el agua del café de la tarde he hervido pedazos de perejil.
Él bebería, mentiría como siempre, diría que estaba vivo.
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