Page 77 - Entre suenos y rochelas. Poemas y otros escritos
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compró su antología general. Era un tomo de casi ochocientas pá-
              ginas. La noche siguiente la invité a tomarnos un café. La esperé
              en el lugar de siempre. Al rato llegó con el libro en sus brazos. Le
              pregunté cómo iba la lectura y me contestó que ya lo había termi-
              nado de leer; luego de disfrutar de su café, me lo regaló.


              Además, era una acérrima amante de la naturaleza. Le gusta-
              ba sembrar, y se conocía los nombres de las más insospecha-
              das hierbas y florecitas del campo. Con ellas preparaba pócimas,
              brebajes, perfumes, infusiones y remedios, los que regalaba a sus
              seres queridos y a los visitantes que llegaban por aquellos lu-
              gares. Muchos confundían sus dotes y conocimientos herbarios
              con prácticas esotéricas. Lo más osados la acusaban de bruja. Y
              aunque realmente poseía poderes extraordinarios, no los utiliza-
              ba para maleficio alguno, todo lo contrario.

              Una vez estando en casa, me llamó y me invitó a la suya. Me dijo
              que prepararía una comida especial y quería que la acompañara.
              Ya la había visitado antes. Estuve allí justo a mediodía. Luego de
              comer, conversamos por largo rato, escuchamos música y, como
              de costumbre, le leí algunos de mis cuentos. De pronto entró a
              un cuarto, apareció con su maleta y me enseño parte de lo que
              trajo con ella: su libro de recetas para aliviar los quebrantos y
              desazones del corazón, labiales para besos mágicos, perfumes en-
              cantadores que ella misma prepara con gardenias y franchipanes,
              un paraguas que llevaba con ella a todos lados, que además de la
              lluvia, la protegía de las malas energías, de los dolores inevitables
              del amor y de esas intermitentes fiebres que le desataban unas
              inmensas ganas de armar berrinches, una botella que, aunque su
              contenido olía y sabía a mezcal con chile serrano, y su etiqueta así
              lo corroboraba, no era otra cosa que un mejunje milagroso que, al
              probarlo, te endulzaba el alma y te llevaba a los niveles más altos
              de la pasión. También, en lo más recóndito de la maleta, como



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