Page 165 - Entre suenos y rochelas. Poemas y otros escritos
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épicos que había hecho a su tierra natal, y como premio por su
destacada participación en tantas batallas, Su Alteza Real, la
Princesa Yolanda de Saboya, Condesa Consorte de Bergolo, se
lo había regalado como reconocimiento a su valentía; sin saber
que yo había sido el único espectador de aquel acto de magia en
el jardín.
Ese día fue el más fantástico que viví en mucho tiempo: vola-
mos juntos por cada recodo del pueblo, jugamos con los peces
en el río y nos burlamos del sol, nos embriagamos con el más
rico guarapo de caña que pueda existir, y del que dicen que el
ingrediente principal que da la magia de su sabor no es la caña
de azúcar, sino las plumas de pajaritos de esos que salen de sus
jaulas a dar un paseo por las mañanas y luego no encuentran el
camino de regreso a casa. Sería por eso que nos olvidamos de la
fiesta colectiva y armamos la nuestra.
Con la aparición de las estrellas la acompañé a su casa. En el ca-
mino me dijo que le dolía el corazón, que pudo haber sido el sol
o los tantos besos que le dieron los pececitos cuando jugaban de-
bajo del agua. Tomó tres florecitas de su vestido, las puso en mi
mano y me pidió que se las colocara en el pecho. Cuando lo hice,
no solo pude sentir su alivio, pude ver como de su pecho brotaba
un arcoíris de cayenas, anémonas y margaritas, que finalizaba
en el mío. Desde ese momento, mi corazón y mi alma nunca más
pudieron volver a estar sin ella.
La acompañaba a la escuela, íbamos siempre a mojarnos los pies
a las orillas del mar, nos encantaba disfrutar de una buena sopa
los fines de semana, a la vez que apostábamos viendo las contien-
das entre los cangrejos y los tentáculos de calamar en nuestros
platos, nos escapábamos por las noches a ponerle nombre a las
estrellas y nos encontraba el alba entre brindis, besos y poesías.
Fueron los mejores años de mi vida.
Una mañana desperté y fui por ella. Llamé a su puerta y no había
nadie en casa. Regresé a aquel vergel donde la vi por primera vez
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